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Aire Libre

Invernadero de Arganzuela

El paraíso en una urna de cristal

Al fondo en la nave central, un obrero se echa una siesta en un banco de madera. El microclima del invernadero de Arganzuela suma ésta y otras muchas posibilidades.

Estás en Madrid Río, a golpe de bicicleta. Y como este es un año de estaciones, ni la bufanda ni el  gorro te cubren las orejas. Te refugias en tu sofá, en casita o en una habitación de hotel. Te guareces en un café cualquiera. O paseas por el Matadero y la sala que visitas se ha vuelto invisible de puro aturdimiento. Suspiras por un picnic urbano, un paseo en camiseta, una terraza sin estufa.  Y como este es un año de estaciones, confías en que el mundo mantenga su ritmo. Un día de estos abrirás tu ventana y te encontrarás con el césped recién cortado de primavera.

Mientras tanto, el invernadero de Arganzuela cristaliza para tí la premisa y su futuro. En este palacio lo natural gira sin inviernos mientras el cristal disecciona su naturaleza en cuatro naves, al estilo de los parterres del viejo Jardín Botánico.

Las  fuentes rodeadas de bancos, separan las salas y una brisa de patio granadino arrastra las galerías hacia la nave central. Entre los quince y los treinta grados centígrados de las salas, que el ritmo sea tropical, subtropical o desértico, depende del orballo que cae desde los aspersores del techo. O de su ausencia, como en la cuarta, la que escenifica el desierto. Allí  no hay gota de agua que resista.

Dentro de las naves, las pasarelas de metal guían la visita y es la exuberancia de la vegetación la que te introduce en un laberinto o repite en versión vegetal el parterre de cristal. A partir de aquí, aparcado el gorro y la bufanda, el microclima, los juegos de luces y el ronroneo constante de la  maquinaria, escenifican un paisaje al gusto del visitante.

¿Habrá peyote?

Desde un mundo postapocalíptico en el que  plantas asesinas se resarcen del efecto invernadero hasta el sueño del buen salvaje. Desde la expedición del Beagle hasta un día de compras en un centro comercial. Desde la agorafobia de un Atacama cualquiera hasta un listado de plantas capaz de sobrevivir a los veranos madrileños.

Mucho  mejor que cualquier sofá.

El invernadero de Arganzuela no siempre fue un palacio. Durante la primera mitad del pasado siglo, formó parte de los muchos edificios que organizaron vida, producción y trabajo en el Matadero del arquitecto Bellido. Más tarde se transformó en almacén de frutas y verduras. Se le apodaba la “Nave de las Patatas”.

En algún punto entre ambos usos, el edificio adquirió vida propia y resucitó como avanzadilla de ese plan tan especial que se sigue llamando Matadero. Corre el año 1992 y Madrid abandona las estufas del Retiro para competír con las de Londres y Viena. Se decide restaurar la vieja nave para su uso como Invernadero. La remodelación imitó modelos de arquitectura del siglo XIX. Con Mercamadrid delimitando una nueva periferia, el edificio se transforma y nos trae la selva a casa.  Entre el centro y la periferia, también la arquitectura divide su espacio. Y echa raices en su funcionalidad más aséptica, la que prepara el terreno y lo limpia del invierno.

No deja de haber otra representación en esta recuperación tardía de la función lúdico-cientifica de la arquitectura del hierro. Y sin embargo este híbrído dividido las contiene todas. El invernadero expone como museo de plantas nuestras capacidades técnicas, las mismas que hicieron de un almacén del siglo XX un símbolo de la arquitectura industrial decimonónica. Dejando a un lado razones partidistas, no es tan extraño que su reinauguración compitiera con la del Jardín Tropical de Atocha, abierto solo unos meses antes.

Los dos jardines de  cristal representan un tiempo y un espacio que en otro momento se pensaron como funcionales, rápidos y efímeros. Ahora son un centro de gravedad permanente.

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Invernadero de Arganzuela | Paseo de la Chopera, 10
Horario:
Martes-Viernes 9-15 h.
Sábados y Domingos 10-14 h.
Precios: Gratis.

 

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