La publicación de esta reseña en la rúbrica «Libros imperdibles» merece una aclaración pues su autor no considera que el libro que reseña sea imperdible. Sin embargo, si el libro no lo es, sí lo es su ocasión: reflexionar, a la luz de lo que ocurrió desde el 15M, sobre la cultura que venimos heredando desde la Transición. El libro responde así a una ocasión efectivamente imperdible; aunque perdida. Partiendo de esta constatación el autor sueña con el libro imperdible que correspondería a la ocasión imperdible, y por eso espera que el lector sea benevolente con su crítica.
La cultura de los que de verdad perdieron
Es extraño y difícil escribir sobre algo como el volumen de textos CT o la Cultura de la transición. Crítica a 35 años de cultura española. La operación parece clara. En efecto, desde la llamada Transición han pasado unos 35 años. En esos 35 años, si aceptamos la definición de «cultura» de uno de los articulistas que contribuyen al volumen, es decir todo lo que hacen los hombres y las mujeres hagan lo que hagan -pues en eso se distinguen de los animales que hagan lo que hagan no hacen cultura sino naturaleza- ha habido una cultura como no podía ser de otra manera, también en ese país llamado España.
Esa cultura la podemos llamar «Cultura de la Transición» o -para ahorrar el trabajo a los publicistas que considerarán que esas palabras y los intervalos que las separan ya gastan demasiadas espacios- «CT». La CT, nos dice y nos repite el nombrador de la cosa, es un concepto. Esto es, no un eslogan, no sea que alguien se despiste con lo de las iniciales martilleadas sin cesar, sino una cosa seria. Un concepto que ha sido creado colectivamente, como debe ser, aunque tenga firma de autor, y al que se ha recurrido a todo tipo de saberes y competencias, desde el periodismo crítico hasta los culture studies. No un eslogan, sino un concepto serio, un concepto con pedigrí.
Este volumen recoge una serie de textos que en principio se sirven de ese «concepto-CT» (pues es una herramienta, que se note que hemos oído hablar de Foucault, que somos chicxs leídxs y enteradxs, etc.; y también es, como debe ser ahora todo, capaz de ser usado anónimamente, fabricado colectivamente y firmado con «Yo-marca»…) para analizar 35 años de cultura-española-en-sus-diferentes-manifestaciones… Pero el libro también es o quiere ser, al libro le gustaría ser una historia, le gustaría contar una historia. Al libro le gustaría introducir un concepto, «utilizarlo» en diferentes campos de análisis, y al mismo tiempo contar una historia. Para que haya una historia que contar, lo sabemos desde Aristóteles, es necesaria una peripecia. Esta peripecia la ofrece el 15M. En la contraportada, se nos asegura que quienes contribuyen al volumen son o fueron «varios de sus miembros más activos». En la misma frase, se continúa diciendo que «fueron partícipes o lo siguieron con interés». Por tanto, la peripecia de la historia que cuenta el libro la ofrece el 15M, ese movimiento (cultural también a su manera, como todo lo que hacen los hombres y mujeres, etc.) del que quienes contribuyen a este volumen fueron miembros activos y partícipes o lo siguieron con interés. El rango de relación de los autores con el 15M circula por tanto desde la completa adhesión militante al del espectador que muestra cierto interés sobre un suceso, sin que quede claro hasta qué punto este interés es o no desinteresado. Otro de los articulistas declara al final de su artículo (pues el momento en que irrumpe la peripecia, que altera los destinos pero que permite el reconocimiento de los actores, se sitúa normalmente al final) : «en mi opinión el 15M está bien» (no es la expresión literal).
El papel del 15M en esta historia que el libro también quiere ser, sería el de provocar una hecatombe de la CT, o un resquebrajamiento o una crisis de la CT, en todo caso algo que podría producir cierta perturbación en el transcurso ordinario de la CT. El esquema de la historia es el siempre disponible de «lo viejo y lo nuevo», que desde que dejó de haber divisiones serias en el mundo (recordemos la película de Eisenstein) vale tanto para un roto como para un descosido. La CT es una especie de remanente del franquismo, es como el viejo autoritarismo: estructura vertical, voluntad de cohesión y consenso, puesta a distancia permanente de lo problemático. Una «cultura de Estado», como se repite a menudo en el volumen. De ahí que vuelvan los viejos tópicos liberales del siglo XIX como «Spain is different», lo lejos que estamos de Europa y en general del mundo civilizado… Lo que da pie a los regodeos de siempre en nuestra «cultura», es decir en los productos de consumo que varios de los articulistas comentan cotidianamente de modo profesional. Lo que se opone a esta CT, según el esquema de «lo viejo y lo nuevo», sería una especie de mezcla de temas « socializantes » (la fabricación y el uso colectivo de los productos), eso sí, limitado al terreno virtual o esta vez sí restringidamente cultural, y sobre todo temas «libertizantes», del tipo de las críticas a las costumbres y modos anquilosados de la CT, que no dejan que el torrente de la vida social (incluyendo la apuesta por una cultura-de-mercado-seria) encuentre sus cauces adecuados. Todo esto sin ninguna semejanza remota con algún socialismo libertario realmente existente. El esquema de «lo viejo y lo nuevo» queda, a pesar de lo que podría ser una oportunidad de despertar para cada uno, esto es el 15M, reducido en la historia que duerme a su uso habitual por las generaciones de hombres y mujeres (del establishment) que se suceden como las generaciones de hojas de árboles con las estaciones. Ninguna historia, nada más que la naturaleza, aunque la naturaleza ahora imponga algún tapón generacional…
Y es que los «nuevos» son más viejos que los viejos, aunque tengan 20 años. Son irónicos, sabelotodo, están completamente al día, son hiperconscientes de cómo afectará a su situación en el mercado cada palabra que escriben: «perfectamente preparados para la vida moderna», como se dice, para este viejo mundo moderno del capitalismo que es el nuestro. Internet no hace, la mayor parte de las veces, más que aumentar y hacer ubicuo lo que en el siglo XIX se llamaba el salón, la «cultura de salón», la «sociedad» tan bien descrita por la literatura de ese tiempo: ese espacio frívolo compuesto a partir de guiños en que cada uno va a «hacer relaciones», a venderse y a buscar comprador para sus productos. Hoy que Internet (o «la red») trata de presentarse como la nueva máquina de vapor de las «primaveras» actuales, no sólo cabe recordar estas pervivencias de lo viejo en lo nuevo sino que las lecturas de la historia que hacen de novedades técnicas el motor real de las revoluciones fueron inventadas por teóricos estalinistas, dogmáticos del economicismo.
Los nuevos son por tanto más viejos que los viejos. Y es que parten en desventaja con respecto a los viejos. Pues los viejos, al menos, fueron jóvenes una vez, aunque luego traicionaran esa juventud. Pero poder traicionar ya es algo: hay que haber estado enamorado, hay que haberse arriesgado, hay que haberse atrevido a amar. Y esto es lo que nuestros jóvenes seniles no logran, tampoco con el 15M. Alguien durante mayo de 2011 habló de que era necesaria una segunda transición; el problema de esto es que ni siquiera puede haber «segunda» si hay transición. No hay transición en la transición, la transición se basta a sí misma. Nos podrá gustar más o menos, pero es algo. La autoridad de la cultura de la transición viene de ahí: esos «sociatas» fueron alguna vez no sólo antifranquistas sino socialistas y comunistas, por llamarlo así, realmente, en los hechos. La historia de la degeneración la conocemos todxs; pero ahí queda, es algo. Hubo un momento de seriedad en esas vidas, hicieron algo de historia. Lo que no se puede decir exactamente de éstas. Aunque una vez más, el 15M pudo ser o puede ser una oportunidad para ello, para encontrarse con la vida de uno con un poco de seriedad.
Eso es al menos lo que yo retengo de lo que sucedió en mayo: fuimos realmente, en algunos momentos, socialistas y comunistas, por decirlo así, en los hechos, en el seno de una experimentación. Estábamos actuando, haciendo socialismo, comunismo, democracia, la palabra que sea: pues es la cosa lo que importa. Hubo una seriedad inaudita. En un Madrid de «pasacalles alternativos» y de «centros sociales 2.0», desde el principio una gran pancarta: «Esto no es un botellón». Quien pasó por allí podrá recordarlo, si no se ha olvidado ya completamente con tanta cháchara «cultural»: esta vez iba en serio, podía ir en serio, todavía puede ir en serio. Aunque la seriedad encontrara sus limitaciones, y es que todxs estamos acostumbrados a ciertas «comodidades» a las que nos cuesta renunciar. Y muchos de los que se presentan como los adalides de un cambio-del-paradigma-cultural a partir del 15M podrían tratar de recordarlo. Recordar también en qué lo que ocurrió en mayo, aunque algunos estuviésemos deseando prácticamente toda la vida algo así (¿pero esos deseos iban en serio?), no era del todo de nuestro gusto. Y que muchos de los actuales «líderes de Internet», que un articulista llega a comparar zalameramente con los jefes zapatistas, en una prueba de la falta de seriedad (insisto en la palabra) de estos artículos, hablaban en periódicos desde los primeros días de que las plazas no eran lo importante, cuando todo había comenzado en las plazas (y no sólo en Sol): que lo que había que hacer en fin era volver a casa a nuestros ordenadores, donde se está más cómodo ciertamente. ¿Hablamos en serio de una transformación de la cultura? ¿De una cultura más problemática? Podríamos empezar por ahí, por tratar de nombrar los problemas que nos causó el 15M, cuando ha sido, cuando es, un objeto real. Podemos empezar por problematizarnos a nosotros mismos, y no guiñarnos el ojo simplemente unos a otros con la palabra «problemático», «disenso», etc.
Recuerdo también que en uno de los primeros manifiestos se llamaba la atención sobre el hecho de que necesitábamos «resignificar las palabras». Tal vez, toda cultura que quiera ser otra cosa que la cultura de los socialistas renegados que nos preceden, deba partir de ahí. Si acontecimientos como el 15M pueden tener alguna importancia es que en nuestras vidas virtuales, en nuestras vidas de máscara sobre máscara, alguien puede tener la oportunidad de resignificar alguna palabra de las que usa, y de comprobar en fin que las palabras no son nada, son menos que nada, infinitamente peores que el silencio, si no remiten a alguna cosa. Ese es el sentido del realismo, no el «socialista», sino el de Whitman, el de Vertov, el de Brecht, el de tantos otros. Pues en el fondo la cultura de la transición, si resignificamos un poco la palabra «cultura», no existe, es una gran nada. No siempre hay cultura, como no siempre hay historia. En este país hubo a veces una cultura, y los pocos que llegan a decir algo sobre la «CT», son los que han contribuido a formarla: Sánchez Ferlosio, Valente. Y al menos, a mi modo de ver, lo chocante del 15M fue ver que había una gran disparidad entre la «política», por decirlo así, y la «cultura». Si hay una experiencia política muy rica, en Madrid y en otras partes, y la igualdad, la horizontalidad, el respeto, son cosas que no se discuten y que están muy profundamente asimiladas, en cuanto a la cultura, la cosa era tendente a cero. Y es que 40 años de dominación capitalista no pasan sin dejar huella, en cuanto a la cultura. Porque aceptamos llamar «cultura popular» a una cultura fabricada para que no haya ningún pueblo, etc., porque aceptamos en el fondo cualquier cosa, en una degradación extrema del lenguaje que hace que este libro sobre la «CT» sea prácticamente imposible de leer.
Rimbaud opuso la poesía moderna -que según él debía anticipar la acción (el poeta como vidente), a la clásica -que rimaba la acción, que le daba una forma memorable. Hoy, desde luego, la poesía (la cultura) no anticipa la acción, tampoco la rima. Pero tal vez pueda partir (resignificación) de la acción misma: encontrar cosas que hagan que las palabras dejen el frívolo juego de sociedad y toquen algo, nombren algo. Encontrar, en fin, un afuera del «lenguaje», un afuera de la cháchara. Y que ese afuera dé la forma a lo que decimos, y no nuestro pequeño narcisismo y las infinitas servidumbres que provocan nuestras dificultades bien reales para sobrevivir en el mercado cultural; tal vez así tengamos alguna vez algo que decir, aparte de la nada que si queréis podemos llamar «CT», y que colea y sigue bien viva (al modo del muerto viviente) en quienes dicen criticarla.
Tal vez algo así podría dar contenido a una especie de otra cultura, esa cultura que esperan tal vez los que «de verdad perdieron», los que de verdad no dejan de perder, y que tal vez tuviera algo que ver con lo que escribe Belén Gopegui en el artículo más bello del libro, en un fragmento que hace que uno no se arrepienta tanto de pagar cinco euros por él, ni de leer tanta nulidad, ni de encima dedicar un rato a escribir sobre ella:
«¿De qué trató, o trata todavía, la literatura de la CT?
Cuenta a menudo la historia de un país donde los buenos habían perdido la guerra y un buen día, con las manos limpias de la derrota y las arcas llenas de haber pactado, llegaron al poder. Lo mejor era que se podía ser perdedor y ganador al mismo tiempo, ser perdedor sin la humillación, sin la acusación de estupidez y cobardía, sin la certeza de la sumisión ni la necesidad de romper la baraja que asaltan al perdedor. Ser ganador sin la desfachatez antiestética del vencedor, sin su falta de legitimidad y de violencia, sin la conciencia de estar pisando los sueños de nadie. La burguesía siguió idealizando sus móviles, otorgándose la capacidad de perdonarse a sí misma por boca de un perdedor con alma de Laszlo y cuerpo de Humphrey Bogart, se quedó con Casablanca y con París, sentimentalizó —Soldados de Salamina— una reconciliación donde los perdedores salvan a los ganadores porque, al fin y al cabo, son los mismos, porque los que de verdad perdieron, donde quiera que estuviesen, no tenían ni la paz ni la palabra.»
Un artículo muy interesante, planteado como una réplica a modo de desazón, pletórico de componentes generacionales que rezuman un cierto rencor vertido en esa curiosa disyunción entre los jóvenes ya envejecidos, críticos posmodernos y asentados de la cultura de la transición, y los viejos, perdedores necesarios pero por ello mismo dignos y capaces de diferenciar, de una vez por todas, el límite a modo de línea nada difusa entre la política y la cultura. Política vs. cultura; modernidad vs. posmodernidad: se denuncia un mundo ambivalente a través de un paradigma explicativo débil, hecho de anécdotas, insinuaciones y apelaciones a la memoria que tratan de conjugar aspectos contradictorios, incluso los que le afectan al mismo autor. Y la paradoja de todo ello es que tiene razón, y esto dicho en dos planos de compleja articulación máxime para las horas a las que escribo. En efecto, todo aquello que se explique con el término “cultura”, como hace Amador Savater al denunciar la erosión definitiva de la cultura de la transición gracias, entre otros, a su presencia en el 15M, tiende a derivar en la mendacidad explicativa. La cultura no explica nada, es lo explicado: a una configuración tanto estática como dinámica, a un efecto de conjunto rescatado por el analista, es en lo básico a lo que llamamos cultura, y como tal no puede convertirse en motor de transformación, sino en testigo de cambio; tampoco puede actuar como memoria pormenorizada y explicativa de las cosas, sino como etiqueta convencional para el intercambio. El término cultura, máxime cuando se aplica a un contexto que se quiere caracterizar como político o politizado, no es pues sino pereza de instinto intelectual, apelación convencional y periodística para zanjar un asunto a través de un cierre conceptual. Sólo que otorga a quien lo hace de una proyección ética que por su propia relación con lo caracterizado, le separa y al mismo tiempo le destaca: le permite resumir una complejidad múltiple, heterogénea y radicalmente desigual, como una simplicidad homogénea y significativa. En otras palabras, permite trocar historia (ciencia de lo complejo) por memoria (evocación de lo particular, máxime en versiones narcisistas como las que utilizan por lo común en la memoria de la transición), haciendo con ello de lo contingente-particular, esto es de la memoria selectiva y embellecedora, una trama universal y necesaria que recoge al evocador como protagonista hiperbólico. Muy apto por cierto para todo profesional mediático que se precie: la historia, dictada como memoria, se hace inmediatamente comprensible, adquiere un carácter teleológico provinciano (“si ya os lo decía”) y permite enarbolar la doble y agradecida condición de protagonista y narrador. Así pues, cabe negar la mayor: no hubo una cultura de la transición más que en ciertos libros aúlicos, nadie puede creer que ese magma radicalmente asimétrico de creación cultural (de lo underground a lo nacionalista “periférico”, del franquismo académico a los residuos del internacionalismo comunista…) puedan circunscribirse a semejante conceptuación. Eterno dilema de la explicación histórico-sociológico respecto a toda transformación: parece como si esta se produjera al mismo tiempo y en todos los lados, conociera las mismas etapas y las mismas resoluciones, viniese afectada por las mismas causas y se aplicara sobre todo el ámbito social afectado de forma homogénea, y no se conociesen tampoco involuciones ni resistencias, o incluso fracasos en la implementación de las políticas. En última instancia, las transformaciones no acabarían generando diferencias, sino más bien convergencias. Y creo que todo eso son herencias de un modo sociológico de pensamiento finalista, por cierto con mucha prédica en el marxismo académico.
Se podrían multiplicar a placer los factores de agregación a través de los rituales y del mito (la historia que cada grupo se cuenta), pero existe otro vector poderoso que no puede ser olvidado. Se trata de la conjunción entre la inscripción espacial (no importa si es virtual y no olvidemos que siempre en las afueras del Estado) y la argamasa emocional, siguiendo los polos del espacio (la proxemia) y el símbolo (compartimiento, forma específica de solidaridad…), y que se resuelve en una intensa actividad comunicacional en la posmodernidad. Esta connotación mítica y la inscripción espacial consiguiente enlazan con la idea de tradición característica de la “comunidad emocional” que para sociólogos como Max Weber es una constante social. Ahora bien, es propio de esta tradición descansar en el “éx-tasis” o salida de sí, lo cual permite una identificación: yo me identifico con un determinado lugar virtual que me integra en un linaje, en una historia del grupo, logrando con ello esa identificación emocional y colectiva que es de lo que se trata. De ahí esa estrecha relación entre el territorio (lo resistente, exterior al poder) y la memoria política colectiva que privilegia el deseo de dejar huella, es decir, de atestiguar la propia perennidad. Esta es la auténtica dimensión estética de las inscripciones espacial- virtuales: servir de memoria colectiva, servir a la memoria de la colectividad que la ha elaborado contándose a si misma su historia.
Y en otro nivel, lo que tenemos aquí es un enfrentamiento entre modelos de comprensión coetáneos pero del todo distintos. Por (mal) resumirlos, el paradigma de la modernidad, que era fuerte: el ser tenía un fundamento, la historia un sentido. Los términos comunitarios, como “proletariado” o “burguesía” designaban sujetos históricos, definidos por su orientación a un objeto y/o fin y situados en un paradigma político-económico de producción. Por todo ello lo social tenía un orden. Y frente a ese paradigma de producción cabe oponerle un paradigma estético referido a un contexto de lo emocional puesto en juego. En efecto, el paradigma de la posmodernidad es débil, el ser no tiene fundamento y la historia no tiene sentido, de ahí el fin de lo social; no obstante lo cual cabe percibir la existencia de un residuo de ese orden: la masa (multitud), eso que no puede ser codificado por lo social, una potencia en constitución (constituyente) que invade todos los órdenes de lo social y que según Maffesoli se difracta en tribus. Las tribus permiten articular una conexión del yo a lo social: puesto que hay un lazo estrecho entre el lugar y lo cotidiano, el espacio y la socialidad, las tribus puntúan el espacio “a partir del sentimiento de pertenencia, en función de una ética específica y en el cuadro de una red de comunicación”, con lo que permiten una conexión de próximo en próximo con lo lejano, más a través de un ajuste afectivo a posteriori que de una regulación racional a priori. Con ello se insiste en el aspecto cohesivo del compartimiento sentimental de valores, lugares o ideales que están a su vez completamente circunscritos (fuerte localismo) y que encontramos bajo modulaciones de diversas experiencias sociales”, un vaivén pues entre lo estático (el componente espacial de la proxemia) y lo dinámico (el acontecer), lo anecdótico y lo ontológico. Y aquí es donde entra en juego lo que se dice del 15M, de forma crítica aunque quizá sin conocer del todo su profunda antinomia y a la vez transformación de la modulación social anterior, del yo colectivo. En efecto, la agrupación resultante no es gregaria, puesto que cada uno de los miembros del grupo, conscientemente o no, se esfuerza ante todo por servir al interés del grupo en vez de buscar en él simplemente refugio. Desde esta perspectiva, la nueva comunidad política se caracteriza menos por un proyecto orientado hacia el futuro que por la realización in actu de la pulsión por estar juntos. No se trata de una cuestión moral, sino de la fuerza de las cosas: puesto que existe proximidad (promiscuidad, acelerada por las prótesis tecnológicas) y se comparte un mismo territorio (sea este real o simbólico), vemos nacer la idea comunitaria y ética que es su corolario. Insistiendo en la oposición clásica, se puede decir que la sociedad está orientada hacia la historia que está por hacer -de ahí las ideologías abstractas, teleológicas y orales, cuya característica es la linealidad-; mientras que la comunidad agota su energía en su propia creación o recreación: una unión pura, una red en cierto modo sin contenido preciso y unión para afrontar juntos la presencia de lo otro (el Poder, el Estado, la Muerte). De ahí la menor presencia en la comunidad de los aspectos ideológicos (en el sentido abstracto y finalista) y la importancia creciente de lo imaginario y sincrónico. ¿Dónde adscribir entonces la noción de red y su uso sino en esta última? La red que se describe en esta conexión (y que tiene un trasunto equivalente en los usos políticos de esa otra red que es Internet) constituye un objeto fractal, el espacio ya no es lineal como en la modernidad sino lleno de pliegues, de recovecos. Los sujetos en sus interacciones son máscaras que se ajustan entre sí y a las máscaras de las otras personas del entorno, conjugando atracciones y repulsiones, consenso y disenso (siempre emociones por medio). Los nudos de la red no son puntos (individuos) sino áreas (tribus). Así se difunden, por ejemplo, los chismes: de tribu a tribu, los individuos de la tribu más que hablar son hablados por la tribu. El comadreo es la metáfora de la comunicación, término éste, el de la comunicación, que con los atributos de libre, horizontal, no dirigido, rizomático u otros constituye el eslogan repetido de todo hospedaje político en la red.
Si se analiza esta disolución de la sociedad como orden de clases que organizaban la inserción desigual pero ordenada del individuo en la sociedad, cabe comparar esta inversión del yo y del nosotros, del particular en el universal con otro conjunto de fenómenos en el contexto de prácticas más directamente sociales. Lo que se puede constatar en estos análisis es un déficit sustancial de cualquier tipo de noción convincente de sociedad o de grupo; de modo que una ignorancia de los significados compartidos, una imposibilidad sistemática del grupo, es sistemáticamente inherente al pensamiento alegórico. De ahí esa categorización del individualismo estético que atenaza a estas interacciones (a veces tan solo virtuales) y que reduce su capacidad pragmática de constituir un grupo social. Mientras que la lógica individualista descansa en una identidad separada y encerrada en sí misma -un grupo o clase sería así la reunión de individuos-, la “persona” sólo vale en tanto se relaciona con los demás: no se trata de un individualismo de un yo controlador, sino el individualismo de un deseo heterogéneo, contingente, que en sí mismo difícilmente conduce a una sociedad o grupo tal y como se entendía en términos weberianos, sino más bien a la “comunidad emocional” que ya no exige la integración de un componente racional (“de trabajo”, “de militancia”, “conceptual”) sino más bien de un componente emocional (“del sentir conjuntamente”) que hace disolverse al “self” en su máscara, pero que permite la pertenencia múltiple y no contradictoria. Tal vez la disolución de la identidad personal proviene no del avasallamiento de la masa, sino de esa otra esfera como es la constitución de identidades supraindividuales, grupales o colectivas, que relativizarían las narraciones personales a costa de las narraciones colectivas, la selección de los acontecimientos experienciales en función de un nombre de grupo y de las acciones de los cuerpos que forman parte de aquél. Estos colectivos, movimientos o grupos, a diferencia de la idea de clase o de pueblo, no responde a una lógica de la identidad; sin un objetivo preciso, no constituyen el sujeto de una historia en marcha. Fin, pues, de la cultura de la transición.
El problema de este mecanismo centrípeto de identidad e intercambio es que permite la reedición de una subjetividad humanista ahora extensible al colectivo. En consecuencia, en la comunidad generada en la red asistimos a la reapropiación de una idea de sujeto en la que toda experiencia de la modernidad recoge su fundamentación desde el humanismo clásico: el ser humano como individuo libre y central que crea y construye identidades, grupos, ideas… a su imagen y semejanza. El problema es que ahora se traslada esa consideración a la identidad colectiva. Frente a ello cabe afirmar que es más bien un sistema social, funcional a determinadas relaciones de poder, cuyas pautas de comportamientos están sometidas a vigilancia. No existe ya armonía entre cuerpo y razón, ni siquiera aunque añadamos prótesis tecnológicas a aquel. El cuerpo y sus prótesis han sido reificados, convertidos en objetos, incapaces de toda acción colectiva o individual ajena a las necesidades de los mecanismos de dominación. ¡Sobran iphones en el 15M! El sujeto colectivo no constituye ya un producto individual de significado, sino más bien un conglomerado heterogéneo, con perfiles borrosos, un movimiento, una entidad variable y dispersa cuya verdadera identidad y lugar se constituyen en las prácticas sociales. Algo que solo es enunciable en plural, como multiplicidad. Blanchot (“Foucault, tal y como yo lo imagino”. Valencia, Pretextos, 1988: 147), a propósito del cuestionamiento de ese sujeto autocentrado y creador, lo precisaba con belleza y acierto: “el sujeto no desaparece: es su unidad muy determinada la que es problemática, ya que lo que suscita el interés y la investigación es precisamente su desaparición (es decir, esta nueva manera de ser que consiste en la desaparición), o incluso su dispersión, que no llega a aniquilarle aunque no nos ofrezca de él más que una pluralidad de posiciones y una discontinuidad de funciones”.
Otro de los riesgos es que estemos dispuestos a permitir que la resistencia, privada de criterios, adquiera un aire incómodamente personal. Es decir, que el juicio sobre la validez de la resistencia pase a depender del sujeto (o del grupo de sujetos) que lleve a cabo la acción: las masas frente al Estado, el pueblo frente a sus enemigos, el sujeto/ grupo frente al sistema. ¿Qué decir cuando la acción es un mero ejercicio periodístico que de manera hegeliana anticipa los resultados de la historia? El recurso político al deseo liberado, espontáneo, sobre el que construye un ideal de justicia propiamente inconmensurable, no parece potenciar sino más bien amenazar las prácticas de la libertad que proclaman. Pues la falta de instancias de mediación nos arrebata la posibilidad más propiamente política: la de establecer distancias con respecto a nuestra identidad moral previa. Clausurado el orden institucional de lo público, se vuelve también imposible el trabajo sobre uno mismo, la intransigencia frente a la propia espontaneidad. (Aquí por cierto descansa uno de los principios fundamentales del error de interpretación de la teoría del poder de Foucault. Es cierto que las relaciones discursivas son relaciones de poder, pero no implican subordinación, control, ni sujeción constante, sino un ejercicio de intercambio y hasta de producción de sujeciones lo suficientemente fuertes para que a su vez creen otras subjeciones. De ello es que conviene dispersarse, según Foucault, de la relación -de lo que Heidegger llamó “Bezug”-, de fuerzas por la que se crea dependencia entre el sujeto y lo sujetante. Si se es extranjero o viajero, un turista de la sujeción, será posible salvarse del saber y del compromiso de saber o de ser sabido.)
Este retrato del sujeto contemporáneo, individual o colectivo, “como una nueva manera de ser que consiste en la desaparición” y en la que se insiste en inscribir, desde afuera, al 15M, adopta en el pensamiento actual diversas formas que hablan de este retraimiento o marginalidad del perfil del sujeto actual: el parásito de Derrida, los nómadas de Deleuze y Guattari, la figura del vagabundo en Lyotard, formas que no se reconocen en la construcción humanista del sujeto. Por ejemplo, en Mil Mesetas se confunden el vagar de la visión esquizoide entre un exterior y un interior que no siempre concuerdan, y los modos de organización, de percepción y conocimiento nómadas, ofreciendo una posible posición del sujeto que quedaría descrita por los principios de organización rizomáticos -de conexión y heterogeneidad, de multiplicidad, de ruptura asignificante, de cartografía y calcomanía- contrapuestos a los clásicos modelos arborescentes o piramidales, del tipo causa-efecto, implícitos en las formulaciones científicas, filosóficas o políticas tradicionales. La similitud de la imagen deleuziana del nómada con la aparición de cambios de conducta en las sociedades capitalistas avanzadas, derivados en gran medida de cambios económicos, tecnológicos y demográficos similares, es sin duda algo más que una oportuna coincidencia. Esta nueva forma de ser se describe convencionalmente como un aumento de la movilidad y, de modo análogo, una disminución de la importancia de las pautas y grupalidades sociales tradicionales. Atomización y movilidad que conllevan una instalación en el mundo fugaz e individualizada, paralela en gran medida a la movilidad del capital en su implantación sobre el territorio, pues ambos, individuos, colectivos y capital, utilizan los medios proporcionados por el desarrollo tecnológico como infraestructura vital y cultural. Este nuevo sujeto social es así, al mismo tiempo, resultado y brazo armado de la globalización económica del territorio. Un sujeto convertido en objeto de un sistema operativo, el del capitalismo tardío, que exige una diferente identificación del cuerpo social con sus propios procesos de crecimiento, atomización, ubicuidad y globalización. Para David Harvey la expansión económica sobre el territorio global demanda una nueva capacidad de desplazamiento para contrarrestar la sobreacumulación y sus problemas inherentes. Los flujos económicos adoptan ahora las pautas espaciales de un régimen de acumulación flexible que invierte el modelo fordista-keynesiano según un nuevo enunciado: cuanto más flexibles e inarticuladas son las estructuras locales, espaciales o temporales, materiales o sociales, más estable es el sistema a nivel global. Mímesis en tal sentido de los procesos de agrupación de subjetividades en la red. Nos encontramos con una identidad colectiva contradictoria, capaz de ser pensada (Deleuze) como alternativa a los desarrollos del capitalismo y, a la par, descrita (Harvey) como producto de los nuevos sistemas de acumulación flexible del capitalismo globalizador, una identidad negativa y a la par funcional a las necesidades de atomización y ubicuidad que conllevan las nuevas pautas de acumulación histórica del capital. No es sólo lo que tiene presencia física, sino aquello definido por la circulación continua de flujos invisibles, flujos de información y económicos que han dado lugar a un drástico cambio de escala: el espacio cognitivo en la que vive el sujeto posthumanista y la comunidad emocional es el mundo entero a través de la red, una entidad asociada intrínsecamente a los desarrollos tecnológicos y a la economía de mercado que implica la comprensión del territorio como infraestructura de la circulación de las plusvalías (incluyendo los mismos sujetos), que se organiza no tanto por concentración geográfica/simbólica de plusvalías y subjetividades como por integración utilizando dicotomías como desarrollo/ subdesarrollo, plenitud del self/marginación, on/off line.
David Harvey señalaba la comprensión espacio-temporal que la ubicuidad telemática y la lógica del capital imponen como su característica más singular, configurando un nuevo medio de difícil categorización, ni natural ni artificial, un medio que se impone a él mismo como una segunda naturaleza, un paisaje continuo, homogéneo y fluyente en el que fenómenos biológicos como el crecimiento y la decadencia, la inestabilidad, la autosimilitud, la violencia y el cambio pueden observarse como sólo hasta hoy podía hacerse en la naturaleza. De este modo, la comprensión del tiempo-espacio corporal es fundamental para la comprensión del modo en que por un lado las prácticas cotidianas de los individuos y los colectivos son delimitadas por las propiedades estructurales de los sistemas sociales y, por el otro, cómo es en esa instancia (lo cotidiano) donde se efectúa la misma perpetuación de esos sistemas.
¿Cómo leerlo en términos políticos? Un sujeto o comunidad posthumanistas que habitan desde fuera, provisionalmente, ese magma cuyas leyes de organización caótica ni siquiera les pertenecen; dentro y fuera, como el parásito ni son invitados ni ajenos, cumplen su función pues forman parte del sistema global. No habitan propiamente una identidad, sino que ocupan de modo provisional; es en su movilidad, en el trayecto donde estas identidades y grupos pueden registrarse; no hay en su concepción un mundo de fondos y figuras, de espectros ideológicos en el sentido clásico, sino fluidez, fugas, continuidad y vórtices. Tal es el perfil borroso, como imagen del sujeto, que se plantea en la nueva grupalidad social y política, que se corresponde con un desplazamiento de intereses del pensamiento contemporáneo hacia cierto anonimato, hacia un manifiesto alejamiento del sujeto heroico, centrado, masculino y dominante en el que todos los yacimientos del pensamiento occidental se habían complacido hasta fecha reciente. Y no sólo la cultura de la transición. Cabe añadir no obstante que este sujeto y sus colectividades cumplen sin embargo una función en la mecánica del capitalismo postindustrial, pues su consumismo es funcional al sistema: evita la sobreacumulación y regula la fluidez de circulación de las infomercancías.
Como se ha planteado en la teoría de sistemas, toda complejidad se mueve hacia la biología, y es así como puede interpretarse la presencia borrosa del nómada político; un modelo de espacio fluyente y vivo que reclama pensar lo incorpóreo -el rastro del movimiento- unido a lo fijo -la posición (ideológica), un despliegue de lógicas invisibles pero capaces de explicar y generar realidades. Lo virtual está relacionado con lo actual no por una transposición -un llegar a ser real- sino por una transformación a través de procesos de integración, organización y coordinación. La realidad es un flujo, una actualización irreductible en el tiempo.
Estos sentimientos colectivos de fuerza común, esta sensibilidad mística, icónica y ritualizada fundadora del perdurar, se sirven de vectores bastante triviales: son todos los lugares de la charla, de la convivencia, de espacios públicos que son “regiones abiertas”, foros, blogs, twiters, facebooks…, es decir, lugares en que es posible dirigirse a los demás y por ello mismo, dirigirse al Otro en general. Además, hay que tener en cuenta que junto a un saber puramente intelectual, existe un conocimiento que integra también una dimensión sensible que tiene sus raíces en un corpus de costumbres. Si lo analizáramos detenidamente, cabe esperar que esto permitiría apreciar cual es la modulación actual del “comadreo” o “palabreo”, cuyos diversos rituales desempeñaban un papel muy importante en el equilibrio social de la comunidad tradicional gracias a su muy eficaz labor de control social. También cabe esperar que, junto al desarrollo tecnológico del crecimiento de las identidades políticas colectivas, se favorezca un “cotilleo” informatizado, que reactualiza los rituales del foro o ateneo antiguos; en cuyo caso ya no estaríamos enfrentados, como ocurrió con su nacimiento, con los peligros de la computadora gigantesca y ajena a las realidades próximas, sino que gracias a la Red y sus usos, nos vemos remitidos a la difracción hasta el infinito de una oralidad ritualizada cada vez más esparcida. El problema reside entonces en que el medio (la red) que serviría como ámbito de publicidad y comunicación de las nuevas identidades colectivas políticas acabara convirtiéndose no sólo en mediador, sino en su propio fin, anteponiendo por ejemplo la libertad de expresión a cualquier otra consideración política.
Hay una “bio-lógica” común de estos sujetos/ colectivos borrosos, de nosotros mismos, que encuentran en la capacidad iterativa y proliferante, autorreferente y retroalimentaria de la red, el medio para hacer visible, material, lo incorpóreo y fluyente. Y sin embargo, no puede dejar de advertirse en esta concurrencia filosófica, política y técnica el peligro de un cierto determinismo objetivista, a través de una concepción “conductista” y abstracta de estos sujetos/ colectivos, una cierta fascinación por la proliferación de conductas y rutinas pautadas como materia organizada. En última instancia, una eliminación de la diferencia como caso relevante que plantea la existencia equiparable de todo sujeto/ colectivo a través de su fluidificación en la red y que nos advierte contra el inencontrable lugar de la autocrítica, contra la escasa reflexividad por exceso de fluidez y nula presencia de tales entidades borrosas. Hay en todas estas proyecciones políticas como un esfuerzo extra por provocar, por producir un extrañamiento, por presentarse a sí mismas como un deliberado atrevimiento de negación de cualquier posible imagen unificada o totalizadora, como si hubiesen sido pensadas a la contra, violentando otros arquetipos y sus paradigmas hasta transformarlos en caricaturas de sí mismos: límites de todo movimiento social tras el 15M (y quizá de antes). Ahí estriba quizá el peligro de tanta resignificación necesaria en la que el autor del texto recae: la elaboración de representaciones teóricas y modos de organización social que tienen lo “lejano” por denominador común; en tales ocasiones se asiste al dominio de la política ordenada y prospectiva, del linealismo histórico.
Salud. Mario