Creo que no me equivoco si digo que casi todos los lectores de esta revista tienen una película en la cabeza que les gustaría hacer. A mí, como tengo poca imaginación pero mucha fantasía, me gustaría rodar la aventura épica definitiva, con orcos en naves espaciales atacando unas colonias espaciales distópicas defendidas por piratas anarquistas. He hecho cálculos y costaría unos 450 millones de euros; evidentemente, no verá la luz jamás.
Carlos Vermut tiene fantasía e imaginación, y ha grabado un largo de 128 minutos por menos dinero de lo que costaba un corto antes de la época digital. El producto final podría caer en la cesta donde tantas y tantas webseries y cortos y pelis de bajo coste se revuelven incómodas: la cesta húmeda y oscura de la condescendencia bienintencionada.
Nada más lejos de la realidad. Decir aquello de que “no está mal para ser española” o “para estar hecha en digital por cuatro duros” no se me pasó por la cabeza en ningún momento mientras la veía. Al contrario, me vi inmerso en una experiencia cinematográfica auténtica, de las que solo puedes encontrarte un puñado de veces a lo largo de tu vida como espectador. Por experiencia cinematográfica me refiero a esos títulos que trascienden la narrativa habitual mediante un lenguaje original que nace desde las profundidades creativas más íntimas del autor, historias que tienen su propia lógica interna, una coherencia intransferible, que pertenecen a un mundo único.
Muchos directores grandes (y también mediocres) tratan de conseguir tener esa voz propia durante toda su carrera, y casi ninguno lo logra. Vermut, que ya apuntaba maneras con sus cortos previos, lo ha hecho a la primera. Diamond Flash podría ser, ateniéndonos a las influencias cinematográficas, el hijo resultante de un gangbang en el que Kiarostami y el Todd Solondz de Happiness violasen al Jaime Rosales de La soledad mientras el David Lynch de Una historia verdadera saca fotos, todo basado en una historia del Robert Altman de Vidas cruzadas, con dirección de actores de Cassavetes. Aproximadamente, claro. Pero como Vermut viene del cómic también se puede ver la sombra de Daniel Clowes y, literalmente, de David Sánchez (otro que también tiene una mochila de referencias bien entendidas a sus espaldas), entre otros. Recupera el aliento, querido lector, cuando veas la peli lo entenderás, y entonces podrás ponerme a parir (seguro que justificadamente), estar de acuerdo o puntualizar abundantemente. Es lo que tienen las obras culturales con enjundia, que dan que pensar.
La estructura narrativa está compuesta por historias que se relacionan entre sí, pero que podrían funcionar independientemente, como ocurría en la obra magna del llorado Ray Bradbury, Crónicas marcianas, en la que los cuentos formaban los capítulos de la novela. Los planos son largos y fijos, se sostienen sobre un reparto básicamente femenino que asombra por la verdad que transmite, sobre todo porque defienden unos textos que son como la nitroglicerina, altamente volátiles y explosivos si no se manejan con cuidado exquisito. El cuidado que tiene el director es tan puntilloso y respetuoso que consigue que un pedo sea un elemento fundamental en una de las escenas más dramáticas y climáticas sin que el ridículo aparezca por ningún lado. Ahí se ve la maestría.
Queda claro que Diamond Flash no está destinado a cualquier paladar, que a más de uno se le puede indigestar, pero si se entra en el juego que se propone la experiencia es extremadamente gratificante. Tiene sus fallitos, es normal, pero sería tremendamente injusto mencionarlos porque deslucirían los méritos enormes de una producción tan minúscula en su tamaño y, a la vez, tan enorme en su contenido.
No he contado nada de la trama ni lo contaré.
Carlos Vermut tiene 32 años. Solo queda preguntarse qué engendrará en las próximas décadas.
Diamond Flash se estrena el 8 de junio en Filmin.es, y cuesta 2’95
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