“Wittgenstein no fue un filósofo al uso, es decir, ni fue siempre filósofo, ni fue solamente un filósofo, sino que fue también constructor de cometas, ingeniero, soldado, maestro, jardinero, arquitecto, camillero, auxiliar de laboratorio y músico.”
Aprender a pensar es una colección que busca “acercarnos a cada uno de los filósofos explicando con claridad sus líneas de pensamiento” y según ellos mismos dicen responder a cuestiones como “¿Qué es la libertad?, ¿Qué significa ser justo?, ¿Cómo tenemos que comportarnos?, ¿Cuál es el verdadero sentido de la vida?, ¿Cómo hay que organizarse en sociedad?, ¿Por qué nos emociona el arte?, ¿Cuál es la naturaleza del amor o de la verdad?”
Sesenta libros dedicados a sesenta filósofos: Schopenhauer, Epicuro, Maquiavelo, Hegel, San Agustín, Kierkegaard, Pascal, Marx, Sartre, Heidegger, Freud, Bertrand Russell, Foucault… Y el que ahora nos ocupa, un vienés bastante guapo llamado Wittgenstein.
Quien ha tomado sobre sí la tarea de masticar el pensamiento de Wittgenstein, y dárnoslo en el pico como una madre a sus pajarillos es Henar Lanza, filósofa y profesora de filosofía en Universidad del Norte, escritora, honorable fundadora de La Playa de Madrid, y mil cosas más, entre ellas la de haber conseguido ser una persona inteligente, bondadosa y divertida a un nivel poco común.
Aunque su autora asegure que “No es una biografía, sino una introducción a su pensamiento o, en todo caso una biografía intelectual” la vida de Wittgenstein es tan impresionante que quema allí por donde toca. Para muestra este extracto en que Henar nos narra las circunstancias vitales en que escribió, entre 1914 y 1919, el Tractatus:
A pesar de haber sido declarado incapacitado para el servicio militar a causa de una hernia, una semana después del comienzo de la guerra, Wittgenstein se alistó como voluntario en el ejército austriaco, donde desempeñó diversas funciones y ganó condecoraciones, pero sobre todo hizo algo inaudito: escribió una obra que cambiaría la historia de la filosofía contemporánea y que lo convertiría en autor de referencia, primero, y de culto, después: el Tractatus logico-philosophicus.
En contra de todos los lugares comunes sobre el filósofo encerrado en su torre de marfil, Wittgenstein escribió su obra maestra durante la guerra, en las trincheras.
En contraste, la lógica de su pensamiento puede aparentar ser lo más frío del mundo, pero Henar Lanza se encarga de transmitirnos la pasión que subyace detrás de todas esas proposiciones. De hecho, Henar ha aplicado esa misma pasión en su misión más difícil: explicarnos muy pedagógicamente el entramado del pensamiento del primer Wittgenstein y del segundo (sí, hay dos en uno y “si hubo realmente un filósofo que refutó al primer Wittgenstein ese no fue otro que el propio Wittgenstein, el segundo”). No digo yo que un lector sin formación filosófica se convierta después de leer en un experto capaz de discutir el Tractatus whisky en mano, pero al menos sí perderá el miedo a servirse un trago.
Todo lo que ha rodeado la lectura de este libro ha tenido algo de especial: el propio paseo de ir a buscarlo al kiosko de Moyano; cuando leí sus palabras por primera vez, en alto y algo entonada de vino (en concreto la CRONOLOGÍA COMPARADA de su vida es el único esquema capaz de dar ganas de reír y de llorar a la vez), y también las últimas palabras que leí, en una playa mediterránea.
Esta última ocasión, en la playa, con un sol y un mar que hacía imposible que algo así sucediese, fue la segunda vez en mi vida que me estremeció íntimamente la narración de la muerte de un filósofo. La otra fue la muerte de Sócrates, en el Fedón. No se si hay un homenaje a propósito o inconsciente, pero tienen ciertos puntos en común.
La voy a transcribir aquí. La verdad es que, mientras leía el libro, he tenido la necesidad de ir apuntando fragmentos con un entusiasmo muy adolescente. Me encanta cuando me ocurre eso.
El 26 de abril cumplió 62 años. Cuando la señora Brevan le dio su regalo, una manta eléctrica, le deseó que cumpliera muchos más. Wittgenstein le respondió que no iba a cumplir ninguno más. Y estaba en lo cierto, pues aquel sería el último cumpleaños de su vida.
Al día siguiente escribió la última observación de Sobre la certeza y, cuando regresó de su paseo diario al pub con la señora Brevan, se encontró tan mal que tuvo que acostarse. A pesar de que en su Tractatus escribió que la muerte no es un acontecimiento de la vida, que no se vive la muerte, seguramente sintió su llegada inminente, porque antes de perder la conciencia aún alcanzó a decirle al doctor Brevan las que serían sus últimas palabras: “Dígales que he tenido una vida maravillosa”. Las últimas horas de su vida las pasó inconsciente en compañía de Ben, Drury, Anscombe y Smythies. Murió el 29 de abril. Fue enterrado por el rito católico en la iglesia de Saint Gilles de Cambridge.
No deja de ser curioso que alguien como Wittgenstein, tan preocupado por la necesidad de encontrar criterios externos para todos los procesos internos, se despidiera de este modo, después de haber descrito su infancia y juventud como odiosa, y después de haber pasado gran parte de su vida pensando en suicidarse.
Wittgenstein. Los límites de nuestro lenguaje son los límites de nuestro mundo. Henar Lanza.
Colección Aprender a Pensar, RBA.
Se puede adquirir online o en kioskos. Lo tienen seguro en el Kiosko de Moyano.
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