Salí a pasear por la tarde de Madrid. Subí desde el río por La Latina, el Rastro, Lavapiés, Tirso de Molina y cuando cruzaba Doctor Cortezo, ensimismada como iba en mis pasos y en mis pensamientos, no reaccioné a tiempo cuando me crucé con Lorena Iglesias. Sé que era ella porque me he enganchado a Pampini. Lo veo allá donde vivo, a miles de kilómetros, océano mediante, dolor durante, Dios distante. Ella no paseaba. Cargaba una bolsa de la compra en cada mano. Parecía cansada, quién sabe si triste. Me hubiera gustado decirle que le invitaba a una caña, ayudarle con las bolsas, llegar a un bar y charlar de Pampini y el resto de grados de separación que nos unen. De algún modo se lo dije; no de palabra: ella ya me daba la espalda y seguía acercándose a su destino en pantalones cortos, pero se lo dije telepáticamente. A lo mejor fue la calle, que no tiene buena cobertura ni la tendrá mientras siga siendo tan fea; una calle que únicamente se atraviesa para llegar a cualquiera de sus extremos, una calle de salida trasera de cine, una calle de maniquíes desnudos y ropa al por mayor. O quizá fueran los problemas inherentes a todo intento de comunicación. O las personas que había entre nosotras, que funcionaron como interferencias. O el ruido. O sus bolsas de plástico, que aíslan y no permiten recibir mensajes con claridad. El caso es que no pasó como en las pelis: ella no sintió nada raro e inexplicable que le hiciera girarse, solo el hastío madrileño diario y el cansancio de caminar cargada de bolsas llenas de latas de codorniz en escabeche al final del día. No se giró, no me miró, no se dejó invitar a nada por una desconocida. Luego me encontré con unos amigos, nos emborrachamos, bailamos, besé a un chico, me dijo que estaba casado, seguimos bailando, nos seguimos besando, le acompañé a casa, me invitó a subir, no, gracias, buenas noches, y regresé a mi cama atravesando un Madrid lleno de borrachos y de restos de plástico.
Bukowska!