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Philip Roth: sexo, religión y familia en EEUU

La primera persona que me habló de Philip Roth fue Hugo, que sabe darme por el palo del gusto leyéndome fragmentos en voz alta. Pero la primera novela que yo leí de Roth me la dejó Sebastián Taberna durante unas vacaciones en el Sur. Me atrapó tanto y tan rápidamente que durante una temporada sólo leía libros suyos: me leí 18 de sus novelas prácticamente seguidas, afectada por el “síndrome bibliográfico”: la necesidad de agotar toda la literatura sobre un tema. La vida como sucesión de compulsividades.

Hay quien odia a Roth. Otros simplemente lo aborrecen. En general tiene más lectores masculinos y muchas mujeres le acusan de machista y de salido, de mujeriego y de misógino. Si no quieres leer ninguno de sus libros, no diré nada. Si ya lo has leído, ya sabes de qué hablo. Y si no has leído ninguno pero quieres hacerlo, ahí van unas pistas para que no vuelvas loco al librero.

Lo que hay que leer de Roth es la trilogía americana: Pastoral americana, Me casé con un comunista y La mancha humana. Son tres obras maestras y me batiré en duelo con quien diga lo contrario.

Si quieres una buena novela con una dosis de sexo insuperable tanto en cantidad como en calidad -son pocos los escritores que saben escribir sobre sexo sin resultar patéticos-, tu libro es El teatro de Sabbath: contiene un par de escenas que harán que el más pervertido de tus amigos te parezca una mente casta, pura e inmaculada.

Otra novela con más sexo del que el título podría sugerir es El lamento de Portnoy, esta vez sexo adolescente. Si nunca me gustó el hígado, desde que conocí las andanzas de este menda no puedo ver uno de forma neutra (más abajo sabréis por qué). Roth ha conseguido que el escaparate de una carnicería me parezca una sex shop.

Indignación sólo nos gustó a John Banville y a mí, así que allá cada cual. Pero está en mi top ten de literatura sobre relaciones padre e hijo. Por supuesto, también contiene la dosis mínima necesaria de sexo, esta vez en versión my first time.

De las menos célebres, Goodbye Columbus gustará a quien guste de los cuentos americanos. Pero nada como La contravida: es como un combate de boxeo en el que sólo llega al final el que encaja todos los golpes, como Mark Wahlberg en The fighter.

Las novelas de Nathan Zuckerman, alter ego de Roth, se leen muy bien. Zuckerman encadenado, Zuckerman desencadenado… sólo por lo delirante de su hipótesis, me quedo con la visita al maestro. De las novelas de David Kepesh, más sexo y más sexo, El pecho: breve y divertida y ejemplar bajada de pantalones.

La conjura contra América tiene una primera parte, la histórica, que es una novelaza, y una segunda parte, la ficcionada, que es cobarde y no remata la faena. ¡Jalisco, no te rajes!

Las novelas del Roth viejo, salvo Némesis, no merecen: machos alfa que convierten a lesbianas en heterosexuales a golpe de polvo como se convierte a un vegetariano en omnívoro a golpe de jamón de recebo; viejos folladores que se lamentan de sus problemas de próstata; viejos impotentes que se mortifican porque quieren seguir tirándose a jovencitas; misóginos que no pueden dejar de ser mujeriegos… Ahórrate Humillación, Elegía y Sale el espectro; y también una de las primeras, Cuando ella era buena; y, si por mí fuera, también La orgía de Praga.

Ahí va una selección de fragmentos para que juzguéis por vosotros mismos y os riáis un rato, porque Roth es un tipo divertidísimo. Y muy premiado: Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2012, Pulitzer, Booker Internacional, National Book Award, National Book Critics Circle Award y otros muchos. Y el escritor vivo que mejor escribe sobre sexo, religión y familia en los Estados Unidos de América.

Sólo una advertencia final: lo que nunca hay que hacer, bajo ninguna excusa ni en ninguna circunstancia, es ver ninguna de las pelis que se han hecho sobre las novelas de Roth. Y quien avisa no es traidor, sino avisador.

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Philip Roth, La contravida. Barcelona, Seix Barral, 2006.

“Los jóvenes están llenos de desesperación. Las drogas no son más que eso, desesperación. Hay que estar muy desesperado para que a uno le haga tanta falta sentirse bien.”

“Pero el cambio de más envergadura estaba en la sonrisa, una sonrisa que no guardaba relación alguna con pasarlo bien y reírse aunque estaba claro que aún le gustaba pasarlo bien y que sabía cómo hacérselo pasar bien a los demás. Pensando en la muerte de su hermano –y en el ataque fatal de su padre-, di en equiparar aquella sonrisa suya con el apósito que cubre una herida.”

“Hace falta ser israelí para ver un francés encantador en un judío norteamericano”

- “¿Cómo huele aquí el fascismo?
- Huele lo mismo que en cualquier otro sitio. La situación se hace cada vez más complicada, y parece requerir una solución simple.”

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Philip Roth, El maestro del deseo. Barcelona, Mondadori, 2007.

¿Qué es lo que más nos hacía enfrentarnos? Al principio –como habrá adivinado cualquiera que, tras tres años de aplazamientos, se haya arrojado de cabeza y no del todo convencido a las llamas del matrimonio-, al principio nos peleábamos por las tostadas. ¿Por qué, me gustaría saber, no se puede tostar el pan mientras se cuecen los huevos, y no antes? Así podemos comer el pan caliente, y no frío.
- No puedo creer que estemos teniendo esta discusión –dice ella; y acaba gritando:
- ¡La vida no es una tostada!
- ¡Sí que lo es! –me oigo sostener-. Cuando te sientas a comerte una tostada, la vida es una tostada. Y cuando sacas la basura, la vida es basura. No puedes dejar la basura en mitad de la escalera, Helen. Su sitio es el patio y, en el patio, el cubo de la basura. Con la tapa puesta.
- Se me olvidó.
- ¿Cómo puede olvidársete una cosa que llevas en la mano?
- ¡Pues quizá, cariño mío, porque es basura! ¡Y qué más dará, de todas maneras!

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Philip Roth, Indignation. Boston -New York, Houghton Mifflin, 2008.

“I had gladly accepted working for my father when it was expected of me, and I had obediently learned everything about butchering that he could teach me. But he never could teach me to like the blood or even to be indifferent to it”.

“… and her tongue moving around inside my mouth, the very tongue that lived alone down in the darkness of her mouth and that now seemed the most promiscuous of organs”.

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Philip Roth, La conjura contra América. Barcelona, Mondadori, 2006.

“Después de casi dos años de no saber nunca si temerse lo peor, de intentar concentrarse en las exigencias de la vida cotidiana y luego absorber impotentes cada rumor sobre lo que el gobierno les reservaba, de no ser nunca capaces de justificar con hechos irrefutables ni su alarma ni su serenidad…”

“… para bien o para mal, cuando le acosaban unas fuerzas superiores a las que él juzgaba corruptas, en su naturaleza no estaba el ceder: en este caso, resistirse a huir a Canadá, como le urgía a hacer mi madre, o a inclinar la cabeza antes una directriz del gobierno que era flagrantemente injusta. Había dos clases de hombres fuertes: los que eran como tío Monty y Abe Steinheim, despiadados en su afán de ganar dinero, y los que eran como mi padre, implacablemente obedientes a su idea del juego limpio.”

“No hay nada para lo que Walter Winchell tenga más talento que para ser él mismo.”

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Philip Roth, El lamento de Portnoy. Barcelona, Bruguera, 1980.

“La llevaba tan incrustada en la conciencia, que, al parecer, me pasé el primer año de colegio convencido de que todas y cada una de mis profesoras eran mi madre disfrazada”.

“«Córrete, Muchachote, córrete ya», aullaba enloquecido el trozo de hígado que —no menos enloquecido, yo— me compré una tarde en una carnicería para luego someterlo a violación tras una valla publicitaria, camino de mis clases de bar mitzvah”.

“Fue cuando estaba terminando el primer año de instituto —y de masturbación— cuando descubrí en la parte de abajo del pene, una manchita descolorida que luego resultó ser una peca, según diagnóstico. Cáncer. Me había provocado un cáncer. Con tantísimo manoseo, con tanto frotamiento, había acabado por provocarme una enfermedad incurable. ¡Y sin cumplir los catorce! De noche, en la cama, se me caían las lágrimas. «¡No!», sollozaba, «¡no quiero morir! ¡Por favor! ¡No!». Pero luego, ya que, de todas formas, pronto sería un cadáver, seguía adelante con mi protocolo habitual y me la cascaba dentro del calcetín. (…) teniendo por delante la perspectiva de la nada, el caso fue que empecé a batir todas mis marcas”.

“Escarbo en la ropa sucia hasta encontrar un sujetador de mi hermana. Engancho un tirante en el pomo de la puerta y otro en el pomo del armario donde se guarda la ropa de cama: un adefesio que me proporcionará más sueños. «Sí, machácamelo, Muchachote, déjamelo hecho puré, todo rojo»: eso es lo que solicitan de mí las pequeñas copas del sujetador de Hannah, en el preciso momento en que un periódico enrollado golpea la puerta. Y nos hacen saltar, a mí y mi empuñadura, medio palmo fuera del asiento del váter. «Oye, venga, danos una oportunidad a los demás, por favor», dice mi padre. «Llevo una semana sin hacer de vientre.»
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Philip Roth, La mancha humana. Madrid, Alfaguara, 2000.

“- Si Clinton le hubiera dado por el culo, tal vez ella habría cerrado la boca. Bill Clinton no es la clase de hombre que dicen que es. Si le hubiera hecho agacharse en el Despacho Oval y le hubiese dado por culo, no habría ocurrido nada de esto.
- Bueno, nunca la dominó. No quiso arriesgarse.
- Hombre, cuando llegó a la Casa Blanca, dejó de dominar por completo. No podía. Tampoco dominaba a la Willey, y por eso se enfadó con él. Una vez alcanzó la presidencia, perdió la capacidad de dominar a las mujeres que había tenido en Arkansas. Mientras fue procurador general y gobernador de un humilde y pequeño estado, lo tuvo muy bien. Era perfecto para él.
- Claro, Jennifer Flowers.
- ¿Qué pasa en Arkansas? Si caes cuando todavía estás en Arkansas, no caes desde una gran altura.
- Exacto. Y se espera de ti te pirres por los culos. Hay una tradición.
- Pero cuando llegas a la Casa Blanca no puedes dominar. Y cuando no puedes dominar, entonces la señorita Willey se vuelve contra ti, y la señorita Monica hace lo mismo. Habría sido ideal si le hubiera dado por saco. Eso debería haber sido el pacto. Eso los habría unido. Pero no hubo ningún pacto.
- Es que ella estaba asustada. Estuvo a punto de no decir nada, pero Starr la abrumó. Once tíos con ella en la habitación de aquel hotel, tratando de convencerla. Fue una violación múltiple. Lo que hizo Starr en aquel hotel fue una violación múltiple.
- Sí, es cierto, pero ella se lo contaba a Linda Tripp.
- Ya, claro.
- Se lo contaba a todo el mundo. La chica pertenece a esa cultura de la memez. No hace más que cotorrear. Pertenece a esa generación que se enorgullece de su trivialidad. La actuación sincera lo es todo. Sincera y vacía, completamente vacía. La sinceridad que va en todas las direcciones. La sinceridad que es peor que la falsedad y la inocencia que es peor que la corrupción. La rapacería que se oculta bajo la sinceridad… y bajo la jerga. Ese admirable lenguaje que tienen, y en el que parecen creer…, dicen que no se valoran a sí mismos mientras que en realidad creen que tienen derecho a todo. El descaro al que llaman afecto, la crueldad camuflada como la “autoestima” perdida. También a Hitler le faltaba autoestima. Ése era su problema. Es un timo que esos chicos practican continuamente. La exagerada dramatización de las emociones más triviales. La relación, mi relación, poner en claro mi relación. En cuanto abren la boca hacen que me suba por las paredes. Su lenguaje es un compendio de la estupidez de los últimos cuarenta años. La necesidad de conclusión, por ejemplo. Mis alumnos rehúyen  el pensamiento, quieren concluir pronto. ¡Conclusión! Se deciden por el relato convencional, con su principio, nudo y desenlace…, cada experiencia, por ambigua, confusa o misteriosa que sea, debe prestarse a ese cliché de locutor de televisión que normaliza y vuelve convencional cuanto narra. A todo chico que me viene con eso de la “conclusión” lo suspendo. Quieren conclusión, pues ahí la tienen.
- Bueno, sea esa chica lo que fuere…, narcisista, una zorra conspiradora, la judía más exhibicionista de la historia de Beverly Hills, totalmente corrompida por los privilegios…, él lo sabía de antemano. Podía interpretarla. Si es incapaz de interpretar a Monica Lewinsky, ¿cómo podría interpretar a Sadam Husseim? Si no puede interpretar a Monica Lewinsky ese hombre no debería ser presidente (…) Si le hubiera dado por saco, dudo que ella hubiese hablado con Linda Tripp, porque no habría querido hablar de eso.
- Ella quería hablar del puro.
- Eso es diferente. Eso son cosas de críos. No, él no le hacía con regularidad algo de lo que ella no quisiera hablar, algo de lo que él quisiera que no hablara. Ahí está el error.
- Dar por saco es la manera de crear lealtad.
No sé si así la chica se habría callado. Desconozco si es humanamente posible silenciarla. Éste no es el caso de Garganta Profunda, sino de Bocazas.
De todos modos, admitirás que esa chica ha revelado más de Estados Unidos que nadie desde Dos Passos. Ella sí que le ha puesto un termómetro al culo del país. El U.S.A. de Monica.”

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