3 Apr 2014 - 27 Apr 2014Teatro Real
Para cubrir las representaciones operísticas tenemos en plantilla a Bárbara Mingo, una mujer que se mueve con soltura en la alta cultura. Para los conciertos ruidosos está un servidor, un tipo con la educación obligatoria cumplida y poco más. Pero hete aquí que Bárbara no pudo acudir al preestreno de Lohengrin en el Teatro Real y tuve que sustituirla. Así que todo lo que van a leer a continuación son primeras impresiones de un bárbaro virgen en estos menesteres: primera ópera, primer Wagner, primera visita al Teatro Real. Más de cuatro horas de desvirgamiento cultural es algo a tener en cuenta, oigan. Merece que nos tratemos de usted y todo.
Hace un montón de años trabajé de camarero en El Café de Oriente y era testigo de los estrenos en el Real, con sus caravanas de coches oficiales y muchedumbres de alta cuna. A veces, después de alguna jornada relevante, algunos artistas de porte distinguido se tomaban algo en el local muy civilizadamente, y cuando reían dejaban cristalinas resonancias de soprano en el ambiente. Incluso cuando abría una botella de vino blanco a dos palmos de ellos me seguía pareciendo que la distancia que nos separaba era equivalente a ir de Madrid a Vladivostok andando.
Tal vez era por eso que me sentía un poco intimidado al entrar en este impoluto y reformadísimo templo de la música clásica. Sin embargo, el público me resultó bastante informal y entrañable, con viejecillos preguntando a la salida de taquillas si teníamos una entrada de sobra. Todavía no me había enterado de que no íbamos al estreno sino al ensayo general, que va por invitación… Pero no pasa nada: por mucho que una grabación anuncie al principio que la obra se puede interrumpir si el director lo considera necesario, la única diferencia es que los músicos del foso van de calle en vez de disfrazados de pingüinos.
El palco real, descomunal, estaba vacío. Ocupa dos plantas. Me guardo la opinión, pero se la pueden imaginar.
El sitio que nos cayó en gracia estaba en un palco muy pegado al lado izquierdo del escenario, con unas sillas altas como asiento. Entre las cabezas de los de delante y el murete la visibilidad prometía ser terrible y me empecé a mosquear, pero el mal humor se me pasó en cuanto se levantó el telón: el decorado es gigantesco, una caverna dorada excavada en la roca con pasadizos, oquedades, pasillos, un par de estatuas enormes y una pasarela central. Alrededor de ésta había un montón de gente (el coro) vestida en un estilo a medio camino entre la distopía postapocalíptica y el personal de una panadería después de un incendio, y no pude evitar acordarme de los nibelungos y de las minas de Moria. ¿No era esto Lohengrin? Entonces empieza la historia.
El argumento no es gran cosa, poco más que un cuento, con el agravante de que ya desde el título se destripa el giro de final de la trama. Está inspirado en una de esas leyendas artúricas que tanto gustaron años después al doctor Goebbels y sus coleguitas, pero que durante el siglo XIX pusieron su granito de arena en la formación espiritual del nacionalismo romántico alemán. Pedazo de granito, por cierto.
Resumiendo, la historia empieza con el rey Heinrich de Bavaria llegando a Bravante para conseguir apoyos en su lucha contra los húngaros y encontrándose en su lugar con que su duque, el niño Gottfried, ha desaparecido en el bosque cuando paseaba con su hermana Elsa, que es incapaz de explicar qué pasó porque se quedó dormida soñando con un bello paladín. El hombre más virtuoso del lugar, Telramund, la acusa de asesinato y se propone como duque por derecho de sucesión. El asunto se dirimirá por combate singular -que Dios reparta suerte- y Elsa llama a su paladín. Éste aparece mágicamente transportado por un cisne, derrota a Telramund y todo queda aparentemente resuelto, boda incluida. Entusiasmo de los brabantinos. Fin del primer acto.
Nos conceden 25 minutos de receso que aprovechamos para echar un cigarrito en la calle y dar una vuelta por el edificio. Hasta ahora la cosa va bien. El vestuario es minimalista, lo único que distingue al rey es una banda cruzada. Telramund tiene pinta de cantante heavy alemán, con su melena y su barba. Pero Lohengrin, el paladín, parece que va en un pijama azul arrugado y mocasines. Me parece bien que no salga en armadura refulgente, vale, pero es que dan ganas de irse con él a tomar unas buenas jarras de cerveza y ver un partido del Bayern en vez de seguirle ciegamente en la batalla contra los pérfidos húngaros.
El segundo acto comienza con Telramund desterrado, lamentándose de su desgracia, echándole la culpa a su brujil esposa Ortrud. Ya se sabe, las mujeres son la perdición de los hombres alemanes puros y tontos. Ortrud, muy lista, convence al idiota de que la solución pasa por conseguir que Elsa consiga que el caballero misterioso diga su nombre, algo que el brillante campeón prohibió vehementemente. Sí, nosotros ya sabemos que se llama Lohengrin, pero en la obra sigue siendo el misterioso caballero. Elsa, que es muy buena, perdona a Ortrud, que aprovecha para meter inquina con lo del nombre. Se prepara la boda.
Otros 25 minutitos de descanso. El segundo acto no es tan animado como el primero, la hora y media que dura se ha hecho un poco larga. Además no he sido capaz de ver buena parte de la acción porque los cantantes están muy pegados al lateral. Esta vez el decorado no era dorado, sino azul y siniestro. Las luces, ¡oh, prodigio!
El tercer acto es famoso por el coro nupcial que acompaña la boda, conocido por el vulgo como el “ya se han casao”. Lohengrin y Elsa se van a casar, se pasan media hora expresando cuán elevado es el goce de su amor, pero ella le tiene que hacer la pregunta. Él se enfada, la cosa se pone mal, Telramund intenta apuñalarlo y Lohengrin lo mata. La segunda parte de este tercer acto acaba mal: Lohengrin desvela su identidad (es el hijo de Parsifal y viene de Monsalvat, donde se encuentra el Santo Grial. ¡Toma ya!), revela que el cisne que lo trajo es el hermano desaparecido y que se pira, que ya no va a guiar más a los alemanes a la victoria contra los malvados húngaros. Entonces llegan unos sirvientes y descubren una fea estatua: ese es su duque.
Este último acto se hace un poco cuesta arriba con la parte de la exaltación amorosa, que seguí puntualmente gracias a los subtítulos que se proyectan en una pantalla. Pero lo peor fue lo de la estatua, porque no queda muy claro si es una estatua o el nuevo duque o una representación metafórica del estado anímico de un glorioso pueblo alemán que necesita un líder al que seguir sin albergar ningún tipo de duda.
Mirando ahora en la red me encuentro con fotos antiguas de la representación en las que el tenor va vestido de guerrero, otras en las que aparecen el cisne y la barca, bosques frondosos y primigenios, etc. Esta vez la obra se ha desnudado bastante en lo iconográfico, con un cubo luminoso en el centro del escenario representando la graciosa divinidad de Lohengrin, lo que incluye la llegada en cisne y la partida en paloma. Ms Wonderly dice que el despojamiento en el vestuario viene de cierto miedo hacia los uniformes alemanes. No sé, no sé…
Para ser mi primera ópera -un Wagner, nada menos- la experiencia ha sido muy buena. A veces flaqueé un poco, pues la historia se desarrolla a un ritmo lentísimo: en cine sólo podría durar tanto o más si la dirigiese Peter Jackson, pero si fuese literatura sería como un cuento de Andersen. Pero esto es ópera wagneriana en la que la música te arrastra de aquí para allá en lo que un colega definió como “los arreones épicos de Wagner”. Entonces te llenas de admiración mayestática, el poderío te llega hasta la médula. Los músicos, los cantantes, el coro, los técnicos… se ganan el sueldo merecidamente.
Creo que, en algún momento, hasta se me puso la piel de gallina./ Pablo Zapata
Teatro Real | Plaza de Oriente, s/n
Fechas: Hasta el 27 de abril
Precio: De 10 213€