Se va a convertir en algo habitual que cuando nuestra experta en ópera Bárbara Mingo no pueda ir al Teatro Real le toque a un servidor ocupar su lugar y escribir una crítica. En la anterior ocasión el montaje en cuestión fue Lohengrin, una obra magna sobre la que es fácil escribir desde el asombro de la primera vez; ahora, sin embargo, se trata de una ópera más desconocida para el gran público: Los cuentos de Hoffmann, de Jacques Offenbach. Esta vez no va a ser tan sencillo…
Los cuentos… es uno de los últimos proyectos supervisados por Mortier. Reunió a los creadores del montaje y los llevó al Círculo de Bellas Artes para que se empapasen del ambiente y lo trasladasen al escenario del Real. Esta iniciativa permitía mucho juego porque Offenbach dejó la ópera inacabada, lo que da un margen muy amplio a la aportación artística de cada cual. Hay multitud de versiones distintas a lo largo de los años que transcurren en una taberna, en este caso sustituida por una misma sala del Círculo que aglutina diferentes espacios del edificio: la sala de dibujo, la cafetería y los billares.
La historia tiene como protagonista a Hoffmann, un artista que va contando sus amores con mujeres distintas, diferentes representaciones en realidad de las personalidades de un mismo objeto amoroso. Para complicar las cosas, a su alrededor pululan una larga serie de amigotes tabernarios, némesis con falsas identidades, camareros, estatuas vivientes, alegorías andantes y, por supuesto, el masivo coro del Real. Un follón. Ocurren muchas cosas a la vez, no puedes leer los subtítulos sin perderte la acción, la cosa se embarulla, se pierde el hilo; en definitiva, es difícil seguir el argumento y entender la historia. ¡Mi reino por un programa de mano!
Se supone que la acumulación de acciones y los elementos desconcertantes le dan al montaje un espíritu surrealista, pero no es así; como mucho, un aire. El surrealismo consiste en crear imágenes oníricas sin significado más allá de la potencia visual que transmiten; en este caso, el resultado es más que nada chocante, forzado, innecesario. Que los camareros trastabillen y se revuelquen por el suelo no aporta nada, igual que es prescindible que unas chicas semidesnudas se paseen por el lateral del escenario o que la famosa estatua de Moisés Huerta cobre vida tras pasarse buena parte del primer acto inerte. Su carencia de trascendencia en la trama distrae por mucho que estéticamente sea, eso sí, bonito (y uso bonito con toda la intención).
¿Y de verdad era necesario recitar un poema de Pessoa en plan declaración de principios?
Lo mejor de toda la función ocurre cuando el personaje de Olympia, la autómata, canta la famosa barcarola. El público se entusiasmó y aplaudió espontáneamente ante la impresionante descarga de trinos sobrehumanos por parte de una Ana Durlovski muy bien caracterizada de lolita robótica. Momentazo.
Los valores estéticos no se le pueden negar a la obra. El vestuario y el decorado son muy deudores de la estética de las primeras pelis de Jeunet y Caro (Delicatessen, La ciudad de los niños perdidos), un poco a medias del período de entreguerras y el steam-punk, no demasiado original pero resultón. Hay una pelea entre Hoffmann y Schlemil a botellazos muy intensa. Y bellas muchachas desnudas que me hicieron lamentar no tener a mano unos prismáticos: la función se habría hecho más llevadera, que dura tres horas y media más dos descansos de 25 minutos.
Me ha costado escribir esta reseña. Sin entender de ópera ya he gastado el cartucho del asombro virginal que me produjo Lohengrin. Fue una auténtica lástima que en aquella ocasión me tocase una localidad penosa y ahora me cayese en gracia un asiento excelente en el patio. ¡Con qué gusto hubiese cambiado las butacas!
Los cuentos de Hoffmann se representó en el Teatro Real del 17 de mayo al 21 de junio, a las 19h
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